17 de junio de 2012

Nada mío



Hace unos días compartí unas horas felices y tranquilas con un amigo. Hicimos fotos, conversamos, disfrutamos una buena comida y nos paseamos junto a los acantilados del río Duratón sobre los que se asoma la ermita de San Frutos. Escuchamos la música de la naturaleza, percibimos la paz y el silencio, probamos nuestros juguetes para fabricar imágenes, ignoramos juntos, por un buen rato, las estridencias abrumadoras que de un tiempo a esta parte han invadido nuestras vidas. De nuevo descubrí lo sencillo que es ser feliz. Y me volví a sorprender de que pueda parecer tan complicado y difícil a veces, demasiadas veces en el curso del tiempo.

En estos días convulsos, en los que transitamos por nuestros vacíos arrastrando vertiginosas y absurdas cantidades de miedo y desesperanza, me he dado cuenta de que nada poseo. No es mío el tiempo en el que crezco, ni el aire que respiro. Tengo la sensación de que todo lo que uso y disfruto me ha sido prestado. Ni siquiera me pertenecen esas emociones negativas que nos son inducidas de forma perversa e interesada y que nos habitan transitoriamente como si se tratara de un virus. Atraviesan el sofisticado mecanismo de las formas físicas y de la mente, pero no son mías. El cuerpo mismo desde el que ahora escribo es un medio de comunicación que se transforma a cada instante, mas no es, ni mucho menos, un objeto que permanezca ni se pueda poseer. De vez en cuando lo comparto, sí, lo festejo, lo ofrezco haciendo el amor, ese rito sorprendente, o lo utilizo para desplazarme por el mundo... Pero no es de nadie, tampoco mío.

Comparto lo que soy y lo que quiero ser. Mis ilusiones son solidarias, mi inteligencia heredada, mi aprendizaje el resultado móvil y transitivo de innumerables ciclos de experiencias y de vidas. Y así voy siendo poco a poco, cada vez más, un viajero "ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar", tal y como aprendí de Don Antonio Machado. De nada me siento realmente propietario, aunque utilizo algunas cosas como si fueran mías. El concepto mismo de propiedad en cierto modo me asusta. Apuntalado con endebles riostras para que le sirva de parapeto al egoísmo y a la mediocridad, nos inocula un extraño veneno que nos hace creer la patraña de que para ser hay que tener, que hay que poseer.

Saber que nada tengo me otorga ingravidez. Tomo así conciencia, cotidiana y militante, de que la vida es un regalo, de que todos somos al mismo tiempo ricos y pobres según se mire, de que no necesito aferrarme a nada para ser feliz. Porque la felicidad es nuestra naturaleza esencial, nuestra identidad real, una identidad compartida. ¡Qué grande es tener amigos que te enseñen cada día a descubrirla y a disfrutarla! Algunos locos la quieren medir con cálculos, porcentajes y primas de riesgo, rudimentarios artilugios de un sistema decrépito y corrompido que se sostiene sobre su propia basura, alimentado por el mismo tipo de alimañas que tejieron su urdimbre. Consideran que el mundo y la vida, quizás también la felicidad, son una oportunidad de negocio, una estrategia de propiedades. Allá ellos. Porque ese mundo es solo su mundo. Como dijo y cantó tantas veces Raimon, "no, yo digo no, digamos no, nosotros no somos de ese mundo".


Raimon, "Diguem No", Palau Sant Jordi, 1993

"Ahora que estamos juntos
diré lo que tú y yo sabemos,
y con frecuencia olvidamos.

Hemos visto al miedo ser ley para todos.
Hemos visto a la sangre, que sólo hace sangre, ser ley del mundo.

No,
yo digo no,
digamos no,
nosotros no somos de ese mundo.

Hemos visto al hambre ser el pan de los trabajadores.
Hemos visto encerrados en la prisión a hombres llenos de razón.

No,
yo digo no,
digamos no,
nosotros no somos de ese mundo".

1 comentario:

Doña Ana dijo...

Pensaran que se pueden llevar sus codiciadas pertenencias a la otra vida o a la nada?